Se citaron un día de junio en el despacho de un abogado.
Hacía tiempo que vivían separados y no se habían visto desde que
al volver él de un viaje, ella le dejó una nota en casa diciéndole que ya no
podía vivir así, con sus largas ausencias, los escuetos e-mails y las casi
inexistentes llamadas telefónicas. Le abandonaba.
Se habían acostumbrado a vivir el uno sin el otro. Ya no tenía
objeto seguir juntos.
Afortunadamente no habían tenido hijos y era fácil poner punto y
final a su matrimonio.
Fueron puntuales a la cita y se encontraron en el portal del
edificio donde tenía el despacho el abogado.
Ella estaba delgada y con ojeras. Él tampoco tenía buen aspecto. La ruptura no era tan fácil como habían supuesto.
Cada uno recordaba los buenos momentos vividos: el día que se
conocieron en la biblioteca de la facultad. Dos jóvenes con todo el futuro por
delante pero un nexo común, su amor.
Ambos recordaban el día de su boda que llovió a mares pero que no
impidió que ella luciera radiante con su vestido blanco y él estuviera muy
elegante con su traje y una divertida pajarita en vez de la tradicional
corbata.
Recordaban también la luna de miel en Venecia y su primer
aniversario de boda en ese piso tan pequeño, de una sola habitación, pero tan
acogedor.
Tantos recuerdos rotos porque con el paso de los días, con el paso
de los años, habían perdido la ilusión, la pasión, el amor.
Se casaron porque querían pasar el resto de sus vidas juntos pero
en algún momento olvidaron que eso requiere esfuerzo por ambas partes. Se
perdieron mutuamente.
Estuvieron pocos minutos en el despacho; el tiempo justo para
firmar los papeles sin intercambiar ni una palabra.
Así acababan 6 años de matrimonio. Ahora tocaba recomponer sus
vidas.
Ella se fue caminando despacio. Él no trató de seguirla ni de
detenerla.
¿Cómo era posible que dos personas que se habían querido tanto no
se dijeran ni un adiós?
Ese día ambos perdieron lo mejor de si mismos pero tardarían
tiempo en darse cuenta de ello.