Pilar, mediadora
del departamento de salud, entró en su despacho y se encontró con las dos
personas que tenía citadas: Ana, una mujer de mediana edad, que mantenía los
brazos cruzados y la mirada dura y Pepa, la enfermera del centro de salud, de
pie y visiblemente incómoda. La tensión se palpaba en el ambiente.
Después de indicarles
que se sentaran y colocarse entre las dos, les pidió que se presentaran y les
preguntó si venían a la mediación voluntariamente. Ambas dijeron que sí y Pilar les explicó en
qué consistía el procedimiento.
Hasta aquí todo
transcurrió con normalidad, pero fue darles la palabra y no pararon de lanzarse
reproches: que si tú me has faltado el respeto llamándome “nena”, que si tú me
has tratado mal y me has hecho esperar una hora para ser atendida.
Pilar sabía que
en este conflicto lo más importante no era encontrar culpables, sino ayudar a
que se entendieran.
Ana no buscaba
un castigo, sino la seguridad de que la próxima vez no esperaría tanto para ser
atendida y Pepa quería que se le tratara con el respeto que merecía.
La conversación
avanzó poco a poco. Los ánimos se relajaron. Era el momento de buscar acuerdos
para solucionar el conflicto que les había llevado hasta ahí.
Pepa se
comprometió a no hacer esperar innecesariamente a los pacientes y Ana por su
parte prometió no volver a llamarle “nena” y dirigirse a ella por su nombre,
que por otro lado conoció en ese momento. Había finalizado la mediación con
compromisos por ambas partes.
Pilar despidió a
las dos mujeres, satisfecha de haber logrado algo importante. Había conseguido
que dos personas enfrentadas salieran por la puerta preguntándose la una a la
otra una receta de cocina.